miércoles, 3 de noviembre de 2010

Testimonio del guardia civil de la UEI que encontró a Ortega Lara en el zuloFue la primera persona que minutos antes de las 7 de la mañana del martes

Fue la primera persona que minutos antes de las 7 de la mañana del martes vio a José Antonio Ortega Lara en el interior del zulo.
Su nombre es Francisco, tiene 39 años y pertenece a la Guardia Civil desde hace 16. Como cabo primero de la Unidad Especial de Intervención ha vivido situaciones límite en las que su propia vida estaba en peligro. Sin embargo, ninguna experiencia le ha parecido tan terrible como la que pasó el martes cuando encontró al funcionario de prisiones tumbado en una hamaca en un lamentable estado.
Fueron unos minutos en los que Ortega, atemorizado, se negaba a salir del zulo. EL MUNDO habló ayer por la tarde con el agente. Este es su relato en primera persona, del que se han omitido los detalles que puedan afectar a la operatividad de la Guardia Civil:
«Era una fábrica normal, una nave. Había grandes máquinas y no daba la impresión de estar abandonada porque había vehículos en la parte de arriba, en una especie de taller. Estaba con nosotros uno de los secuestradores que acabábamos de detener».
El secuestrador no colaboró en ningún momento. Negaba continuamente tener algo que ver con Ortega Lara y decía que era una fábrica normal y corriente en la que trabajaban ellos y en la que sólo tenían al perro. Su actitud era negativa por completo, no colaboró nunca.
Se hizo primero un reconocimiento de la nave, para intentar localizar el zulo. Los resultados dan negativo. Se sigue un poco más lento, paso por paso y quitando las pequeñas máquinas que podíamos quitar. Nos centramos en buscar algún elemento móvil en los muros y en el suelo. Movimos la bañera y los sanitarios y seguíamos sin encontrarlo.
Transcurrió más de una hora en este primer reconocimiento. Volvemos a empezar de nuevo intentado mover las máquinas más grandes, las que antes no habíamos podido quitar.
A todo esto, el secuestrador miraba toda la operación desde una esquina en una actitud muy fría y, cada vez que se le preguntaba, negaba que conociera a Ortega Lara.
Por fin, desechando otras máquinas, llegamos a una de las más grandes. Aflojamos los tornillos que había en una especie de cilindro. Hicimos varios intentos infructuosos para moverla. Seguimos intentándolo ya entre unos 40. Por fin se movió un poco el cilindro, recubierto de aislante, como una especie de tapón de una botella.
Levantamos la máquina a pulso y vimos un habitáculo abajo.
El secuestrador seguía insistiendo en que allí no había nada. Sólo cuando íbamos a entrar dio la sensación de que se hundía.
Entre nosotros no vi desánimo en ningún momento, porque nuestros jefes decían que tenía que estar en la nave el zulo y que había que seguir buscando. Tampoco había posibilidad de utilizar perros porque el suelo tenía un grosor de unos 30 centímetros que hacía imposible que actuaran.
La máquina tenía un cilindro que salía hacia arriba, una especie de elevador o ascensor que se conectaba con una especie de enchufes que se ponían de determinada manera, como luego explicó el detenido. Pero nosotros tuvimos que forzar el mecanismo.
Existía la posibilidad de que allí dentro hubiera un terrorista liberado. No se sabía con exactitud lo que había debajo.
Tomé las precauciones habituales y accedí con otro compañero al primer habitáculo. Una vez dentro vimos armas, papeles y otras cosas y nos centramos en intentar encontrar alguna puerta.
Se localizó una puerta con dos cerrojos. Abrí la puerta y entré en otro pequeño habitáculo con otra puerta metálica, todo ello recubierto con material aislante.
En esta puerta había una pequeña ventana cerrada. Abrí los dos cerrojos grandes, abrí la puerta y me encontré tumbado en una especie de hamaca a Ortega Lara.
Tardó en hablar. Cuando le enfoqué con la pequeña linterna de baja intensidad que llevaba se encogió en posición fetal. Le dije que éramos amigos, que éramos guardias civiles que íbamos a liberarle.
Su primeras palabras fueron: «Venís a matarme, pero sabéis que no tengo miedo. Matadme, matadme ya de una vez».
Seguí insistiendo en que éramos amigos, que le habíamos liberado, que nadie le iba a hacer nada, que todo había terminado, que dentro de poco vería a su familia.
El todavía estaba como ido, no era consciente de que le habíamos liberado e insistía en que le matáramos que sabíamos que no tenía miedo a la muerte.
Su forma de decirlo era como de súplica, hablando muy despacio. Se incorporó, se puso en un rincón de la habitación. Aquello era denigrante. Y él seguía insistiendo en sus frases.
Le pregunté que si se encontraba bien. Le pregunté que si quería salir. El respondió que no quería salir, que se quería quedar allí dentro.
Hizo un gesto de intentar venir hacia mí y hacia la puerta, pero, con un gesto brusco, volvió hacia atrás, junto a la pared. Estaba acobardado y no reaccionaba.
No sé cuanto tiempo pasó, pero creo que fueron unos minutos. Intenté luego darle tiempo para que fuera comprendiendo la situación. Fue entendiendo que éramos guardias civiles y se sentó conmigo en el borde de la hamaca. Quería que fuera asimilando la situación.
Le fui hablando, le pregunté que si le habían hecho daño y él lo que me dijo es que lo que más daño le hacía era el "aire que le ponían". Era una especie de tortura, una especie de ventilador que había en la pared frontal y que le ponían de vez en cuando, no sé si a veces le metían agua también. Decía que el aire le hacía bastante daño.
Todo esto estaba pasando a oscuras. Mi compañero estaba en la puerta de la habitación y me servía de enlace para que los de afuera supieran lo que pasaba dentro. Por ejemplo, les dije que apagaran fuera todas las luces para cuando saliera.
En la conversación que tuvimos no habló de cosas coherentes, ni preguntó por su familia, sólo preguntaba algunas cosas, siempre hablando muy despacio, como qué día era y qué hora era y de vez en cuando otra vez hablaba del "aire". En nigún momento lloró.
Seguía reacio a salir. Le pregunté que si le podía molestar la luz y me dijo que creía que sí, que era posible. Sólo teníamos entonces la luz de la linterna de mi compañero desde la puerta. Ortega tenía puesto un pijama, pero no sé ni de qué color era.
Es una experiencia que no olvidaré nunca y que me cuesta mucho contar. Es muy duro pensar en qué condiciones ha malvivido ese hombre tanto tiempo. Había un perro en la nave y estaba mejor cuidado que este hombre.
Cuando accedió a salir empezó a decirme que confiaba en la guardia civil, que siempre creyó que le sacaría la guardia civil porque tenía un amigo en no sé que puesto.
No me dijo nada más sobre sus condiciones de vida, si comía o no.
SUS PERTENENCIAS.- Pidió vestirse antes de salir. De forma minuciosa, con mucha tranquilidad y suavidad, cogió una bolsa de plástico, sacó un chándal y se lo puso. Me chocó el cuidado con el que sacaba las cosas y se las ponía: su bufandita pequeña, y las gafas, que para él debían ser como el oro.
Cuando se vistió intenté ayudarle a salir, pero él hizo un gesto de dignidad y dijo que salía él sólo. Le costaba mucho andar, iba como a traspiés y «miraba como por mirar», con la mirada perdida.
Había una enorme sensación de humedad y mal olor. Junto a la cama se veía la palangana en la que hacía sus necesidades. Había dos altavoces en la pared y una luz halógena fuerte con un temporizador que le debían poner cada cierto tiempo para torturarle.
Cuando salió al pequeño habitáculo intermedio me llamó la atención que se paró a mirar todo. Le pregunté si había salido alguna vez de allí y me dijo que no.
Al llegar al cilindro le intenté ayudar para que saliera. Sin embargo, se asustó de las pocas luces que había afuera y de la gente que estaba allí. Se asustó y volvió a bajarse. Volvió a cerrarse en sí mismo y a decir que no quería salir. Volví a decirle que todos los que estaban arriba eran amigos y no iban a hacerle daño. Le ofrecí salir yo primero y, desde fuera, le ayudé.
A partir de ahí, una vez fuera, se hicieron cargo de él otros compañeros y ya no volví a verle. Ahora, la verdad es que me gustaría estar con él algún día para saber cómo está y darle la enhorabuena por haber sobrevivido».

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